(Instantáneas
urbanas)
La sombra de un ventilador girando mantiene fija la atención de
quien necesita acallar sus demonios.
El sol golpea de lleno en la cara de un pibe que duerme en la
vereda entre el alocado bullicio automotor, pero él no se inmuta,
hace falta mucho más que eso para arrancarlo de su inducida
inconsciencia.
Un par de amigos recorren una casa vacía con un felino
ronroneante detrás. Las habitaciones cuentan historias, conocidas
algunas, dolorosas todas. Algo es seguro: la propietaria ya no está
de vacaciones, algo le tiene que haber sucedido.
Un hombre en penumbras sonríe a sus dos más grandes amores, un
fajo de billetes y su hija de cuatro años sentada en una silla a su
lado. Les habla a los billetes, pero los objetos inanimados no
responden. Le habla a su hija, le acaricia el cabello, le habla de
nuevo y sonríe en silencio. Su hija tampoco responde. El hombre
acaricia con mayor énfasis los rubios cabellos y susurra palabras
amorosas. Al rato vuelve a contar billetes.
Una adolescente llora bajo la ducha, refrega su cuerpo para
quitarse el olor de ese que la hizo pecar, que logró enloquecerla al
punto de vencer sus barreras, de hacerla entregar su virtud más
preciada. Lava frenética los lugares por donde se posaron esas manos
pecadoras y casi puede volver a sentirlas. El calor del infierno se
apodera de la joven que se masturba bajo la ducha, que gime sin
quererlo y acaba con una mano entre las piernas, mordiéndose los
labios en una media sonrisa que se le escapa.
Un teléfono suena, una mujer atiende, escucha órdenes y cuelga,
dirige la mirada hacia la sombra del ventilador unos instantes y
después a la puerta, se muerde las uñas y casi colapsa en un ataque
de nervios. Abre un cajón, toma una pastilla y espera.
Otra mujer, de ojos cerrados, intenta no abrirlos aferrándose a
la calma que asocia con la oscuridad, ya su mente da manotazos en la
superficie de una cordura prefabricada para no ahogarse. El silencio
se quiebra con el timbre de un teléfono y no puede evitar que su
cuerpo comience a temblar descontroladamente. Se hace un ovillo
abrazándose las piernas, negándose a abrir los ojos, a ver lo que
quieren que vea. Piensa en él, con una mezcla de amor y odio tan
profundos que no pasa mucho antes de que los sollozos se conviertan
en un ruidoso llanto que opaca el sonido de la maldita puerta que
comienza a abrirse una vez más.
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