Alimentaron a Milena, devolvieron las llaves a Adela (Oliverio hizo
lo imposible por ejecutar ese trámite con la mayor rapidez posible y
casi lo logró) y se encaminaron al edificio donde ambos residían.
Gran parte del camino lo hicieron en silencio, cada uno sumido en sus
propias cavilaciones. Cuando estaban acercándose, Oliverio tomó la
palabra.
-Creo que nos convendría dormir un rato ¿Te parece que nos
encontremos en mi casa a eso de las seis?
-No sé si voy a poder dormirme. Voy a dar una vuelta primero para
despejarme y cansarme un poco, después me tiro a ver si me sale. Nos
vemos a las seis. Gracias -la sonrisa triste que enarboló a
continuación ya comenzaba a suplantar la sonrisa original de
Gonzalo.
Oliverio asintió y entró en el edificio, subió al ascensor, posó
la vista en los botones de los pisos y, sin darse tiempo a pensarlo
demasiado, presionó el del subsuelo.
La puerta se abrió a una especie de garage poco iluminado, húmedo y
más frío de lo que Oliverio recordaba desde esa mañana. Quizás el
sueño destemplara su cuerpo. Esta vez nadie se hallaba allí para
interponerse en su camino cuestionando sus intenciones, no haría
falta inventar excusas acerca del sueño y la equivocación de
botones que el portero escuchó con desconfianza y poco
convencimiento, ahora el camino estaba despejado. Presionó el botón
del 16avo piso, descendió y cerró la puerta con una sonrisa, nadie
podría bajar en los próximos minutos. Avanzó con cautela. Divisó
varios armarios, un par de bauleras atestadas de cosas amontonadas
entre las que sobresalían algunas bicicletas herrumbradas, un baño
cerrado con llave y las cajas de luz de todo el edificio. No tenía
todo el tiempo que hubiese querido para husmear a su antojo, así que
trató de pensar como alguien que llega apurado por ocultar algo
demasiado grande. Oliverio se acercó a la puerta del armario más
cercano al ascensor y lo observó con detenimiento. Había marcas en
la pintura cerca del suelo, algunas habían llegado a lastimar la
madera y los pedacitos sueltos aún se hallaban en el suelo. Eureka.
Apoyó la mano en el picaporte y deseó con todas sus fuerzas que al
bajarlo la puerta cediera. Uno de los tubos fluorescentes parpadeó
sobresaltando a Oliverio que soltó de golpe la manija y el ruido
metálico que provocó lo hizo contener la respiración. Miró para
todos lados esperando la pronta aparición del portero gritándole
encolerizado que llamaría a la policía, hasta se imaginó a sí
mismo respondiéndole a los gritos que sí, que por favor trajera a
la policía para que abriera todas las puertas hasta encontrar un
maniquí ensangrentado que constituía una grave amenaza de muerte...
pero no, nada de eso sucedió, el tubo volvió a encenderse y el
picaporte no cedió. Oliverio le dedicó una avalancha de sus
puteadas favoritas.
Antes de retirarse, debía intentar una cosa más. Se arrodilló ante
la puerta y acercó un ojo a la cerradura. Tuvo la suerte, al menos,
de que en el apuro el perpetrador dejase la luz interior encendida,
de lo contrario no hubiese podido ver nada. Tampoco podía jactarse
de haber visto mucho, si no supiera lo que pretendía encontrar el
vistazo parcial no le habría sido de ayuda. Una mano rígida con las
uñas pintadas de azul se erigía en mitad de su campo visual y,
moviéndose hasta forzar el ojo en ángulos incomodísimos, pudo
atisbar la polera color crema con una mancha roja en el pecho. Una
teta de Constanza, una teta enchastrada en sangre.
Oliverio se sentó en el suelo, el corazón le latía con fuerza. Lo
único que probaba ese maniquí allí dentro era que su vecino no
estaba loco y, a menos que desapareciera de ahí en las próximas
horas, que el portero tenía que saber algo. Miró su reloj, eran
casi las dos de la tarde.
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