Gonzalo veía el mundo a su alrededor como si estuviese inmerso en
una película y no lograra comprender de qué se trataba. El sol
brillaba, la ciudad continuaba su vida cotidiana, y todo estaba tan
mal que sentía ganas de gritar hasta quedarse sin voz.
Se acercó al kiosco de la esquina a comprar un atado de cigarrillos,
sentía ganas de volver a fumar. Vio salir de allí a Samantha con
una bolsa y una botella de agua. No le dirigió la palabra, como
todos los días de su vida excepto uno. No le extrañó, estaba
acostumbrado a los desplantes de las mujeres con las que alguna vez
se había acostado, sin embargo esa tarde sintió un ardor en el
estómago. Esa mujer había sido su única infidelidad hacia
Constanza y ni siquiera había valido la pena.
Entonces recordó el teléfono sonando a cualquier hora de la noche
en la oficina de arriba y ya que ella estaba allí podía
mortificarla un poco al respecto. Apuró el paso para alcanzarla
mientras abría el paquete de cigarrillos. Sacó uno, se lo llevó a
los labios, acercó el encendedor y levantó la vista al mismo tiempo
que lo prendía. Con la primer pitada sus ojos se posaron en la
espalda de Samantha, en el dragón tatuado en la exquisita piel de la
espalda descubierta de Samantha que se alejaba mientras se le
aflojaban las piernas y oía la voz de Constanza en su mente diciendo
“qué bueno que queda ese tatuaje en tu espalda”, como si hubiese
dicho “qué lindo que está el día”, pero no, claro que no...
porque el día era como una horrible película muda de la que, poco a
poco, Gonzalo se descubría protagonista.
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